
—Como novedad (su escepticismo me conmueve), le diré que acabamos de recibir estas nuevas pastillas que sin duda mitigarán sus constantes dolores de cabeza por la zona frontal superior derecha en unos pocos días. Lléveselas y verá qué bien.
El cliente profiere un exabrupto ahogado. Su mirada expresa una indescriptible angustia pero al mismo tiempo suscita cierta amenaza moral, como un peligro sin identificar cuyo único destinatario es uno mismo, es decir, el que no es él. Sin embargo, no dice nada y se lleva las pastillas.
Un día, el cliente
entra en otro establecimiento. —Quisiera unas pastillas para el dolor de cabeza, pero no para cualquier dolor. A mí me duele exactamente aquí (señalando con su pañuelo en dirección a un lugar situado en la zona frontal superior derecha de su cabeza). Y le agradecería que no me diese una de esas pastillas placebo comunes que intentan colarme en todos los sitios a los que voy en busca de asistencia.
El farmacéutico era:
Un hombre muy mayor. A pesar de ello su mirada expresaba una autoridad impersonal, aquella que es muy difícil de refutar y que sin embargo no produce embargo emocional. Se comprende y se asume con igual facilidad.
Nunca vendió un solo producto que no funcionase. Ese era su propósito. La farmacia era un pretexto para llevarlo a cabo. No necesitaba dinero, vivía de rentas y herencias antiguas. De hecho, vivía en el pasado, “todo ha sucedido ya”, decía, “como de igual modo sucede ahora. Yo ya no estoy, y lo que ya ha sucedido es lo único que podía suceder, así pues, lo he hecho todo de la única manera en que podía hacerlo, es decir, de la manera en que ha sucedido. Hacer que las cosas funcionen parece estar en mi naturaleza, aunque tengo que añadir que nunca me ha gustado la mecánica”.
Así que después de una breve mirada dirigida hacia la zona indicada de la cabeza de su cliente, el anciano farmacéutico se introdujo en la trastienda que a juzgar por las resonancias acústicas que llegaban desde el interior, se intuía un lugar verdaderamente espacioso, con varias estancias y en distintos niveles. Al cabo de un rato de prolongado silencio, se oyeron los conocidos ruidos de cuando alguien se acerca con algún tipo de recipiente en cuyo interior hay “algo gordo de lo que no se puede ni hablar”, la lentitud de sus pasos cada vez más cercanos revelaban una cautela extrema en el transporte. Al fin aparece el farmacéutico de entre las cortinas con un enorme frasco negro que deposita con cierta precaución en el mostrador.
—Tómese esta pastilla. En casa. Cuando disponga de seis días libres. Deberá ser extraída del frasco cuidadosamente (suele arraigar en el cristal) e ingerirla inmediatamente, sin acompañarlo de líquido alguno. Procure no mirarse al espejo durante el proceso a no ser que quiera añadir más miedos a la cura. El tono azulado de la piel suele ser habitual durante las primeras horas, y aunque no desaparecerá del todo, se irá aproximando bastante, con el tiempo, a su tono de piel ordinario. No se alarme, pues sólo se trata de un cambio de frecuencia en la secuencia vibratoria de su cuerpo burdo. Se adaptará pronto. El pelo de las cejas desaparecerá completamente, lo que le dará una expresión más relajada a su rostro. Si por las noches siente deseos de comer cartón y goma, hágalo pero en pequeñas cantidades. Creerá en todo momento que está soñando, lo cual será cierto, usted nunca ha despertado, al menos hasta el momento.
—Me lo llevo. Gracias.
El cliente, casualmente, el mismo día que eligió para la toma (fue preciso ayudarse de unas tenazas para extraer una negruzca bola desinchada con pelos que había arraigado en las paredes del interior del frasco), perdió la memoria tras un fortísimo y prolongado acceso de tos en el momento de ingerir la pastilla prescrita. Desconcertado por la amnesia y la falta de aire, y sin ninguna referencia reconocible en la que apoyarse, pensó que vivir en ese estado de atragantamiento continuo era lo natural, así que con el tiempo acabó acostumbrándose...
YA OCURRIÓ TODO
El dolor de cabeza, al parecer, desapareció por completo.
Sin embargo, el cliente aseguraba una y otra vez ante las preguntas de su asistenta (quien venía a su casa dos días por semana con el fin ayudarle a recargar las baterías de los fuelles branquiales, cauterizar las hernias y revisar los depósitos de drenaje) que nunca había padecido, que él recordase, ese tipo de dolencia.