EL MÚSICO AMBULANTE
Los gatos maullaban durante las frecuencias más agudas, y seguían los tonos descendentes del instrumento con largos lamentos igualmente descendentes. Eran como un coro improvisado que daba un matiz sobrenatural y lastimero a mis intervenciones. Pero estaba seguro de que de presentarse la ocasión esperada, mi música llegaría hasta lo más profundo de sus corazones.
Hola. Me dedico a tocar el theremín en la puerta de las iglesias. Me suelen dar dinero, pero lo que más me gusta es que me escuchen, y no para que vean lo bien que toco, sino para sentir que ellos sienten lo mismo que yo siento. En esos momentos el mundo desaparece y me encuentro como sintonizado con algo que a su vez sintoniza conmigo, pero el caso es que yo en esos momentos estoy desaparecido.
Sólo después, cuando lo recuerdo, me puedo hacer una idea bastante vaga de lo sucedido. Y de la misma manera que el sueño profundo sin sueños desconecta mi consciencia, así sucede durante mis encuentros con esos oyentes anónimos, aquellos quienes han decidido detenerse unos momentos para escuchar a un extraño. Y resulta que lo extraño no es tan extraño.
Es curioso que cuando regreso del sueño profundo inconsciente no lo haga lleno de pavor a ese mundo desconocido donde he dejado de existir quien sabía si para siempre, sino que por el contrario a menudo desaría no haber abandonado ese lugar. Mis recitales con el theremín me llevan a ese estado.
Sin embargo
1. Cuando me dicen “por qué no tocas una conocida”, ocurre que me suelo ir arrugando poco a poco, hasta quedarme prácticamente dormido.
2. Cuando me dicen “por qué no tocas una más animada”, sencillamente me apago como se apaga el último resplandor de una vela póstuma.
Hace unos días tocaba al pie de las escalerillas de la parroquia ante un grupo de ancianos que (durante el recital) me hacían animadas preguntas acerca de la indigencia.
En otra ocasión, tocando delante de una iglesia ante un nutrido grupo de bebés, pues sus madres (en la cafetería) habían notado que “delante de ese pobre, los niños se duermen en un santiamén”, había una mujer (¿la cuidadora de todos los bebés?) que me observaba a media distancia. Su quietud contrastaba con el trasiego natural de la plaza. Cuando me acerqué lo suficiente, me di cuenta de que se trataba del cartel de una obra de teatro. Curiosamente el cartel (sin marco ni soporte de ninguna clase) no estaba pegado a ninguna pared, sino que se mantenía sin más sobre el suelo, en mitad de la plaza. La protagonista ocupaba todo el espacio. Aparecía simplemente de pie mirando directamente al espectador. Sus ojos traspasaron de tal forma mi entendimiento que éste quedó desactivado. En aquél momento supe que me habían sintonizado. El título de la obra y el lugar donde se representaba se podía leer bajo la foto: “Nadine te mira”. Teatro Boulevard.
A partir de entonces decidí trasladar mis actuaciones ante la puerta del teatro con el secreto anhelo de llegar a encontrarme con la mujer del cartel al final de alguna representación, aunque al cabo de unos cuantos días pensé que lo más probable es que saliese y entrase por alguna otra puerta trasera.
Me trasladé de nuevo al otro lado del edificio, en un callejón estrecho y sombrío por el que constantemente no pasaba nadie. Mis mejores notas salieron del instrumento durante aquellos días a pesar de la ausencia de aforo, como no fueran los gatos cuyos desgarradores cánticos imprimían un sesgo trágico a mis actuaciones. A pesar de todo no perdía ni la esperanza ni la compostura. Estaba seguro de que en cualquier momento ella acabaría apareciendo tras esa puerta, y quería darle la mejor primera impresión posible.
Pero Nadine no aparecía.
La única persona que abandonaba el teatro por la puerta trasera era un señor muy anciano cuyo oficio de acomodador le obligaba a llevar la cabeza un poco gacha y una mano extendida como esperando recibir algún objeto pequeño. Llevaba una linterna colgada del cinturón, traje ajustado negro con bandas laterales rojas, y una gorra de telegrafista. Solía quedarse a escucharme algunos minutos, y a cambio yo le preguntaba por la misteriosa dama a quien todavía no había tenido el placer de conocer (¿la ha visto? ¿la conoce? ¿sabe por dónde sale?).
Su respuesta era siempre la misma:
“Pues que usted es su músico, ella se encuentra a salvo”.
2 dijo:
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La semilla y el fruto son la misma inteligencia.
El destino no importa.
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